El deseo y la bestia, Terror en Londres, La bestia vestida de sangre o El terror de la bestia son los potentes títulos (mi favorito: El deseo y la bestia) que tuvo la producción de Tigon bautizada originalmente como The blood beast terror. Producida en el año 1968 y dirigida por Vernon Sewell (1903-2001), el film transcurre plácidamente en las coordenadas habituales en las que la productora se sentía cómoda; es decir: presupuestos muy limitados, historias imaginativas pero a la vez bastante incoherentes y poco sólidas, ambientaciones rurales y un amplio, efectivo y profesional grupo de técnicos e intérpretes que aseguraban un acabado, que no desentonaba con las películas de terror británicas que por esos años dominaban las taquillas del planeta.
Un breve acercamiento al argumento pondrá las cosas en su sitio: una serie de brutales asesinatos asola las tierras de un tranquilo pueblecito británico, las víctimas aparecen horriblemente mutiladas y sin una gota de sangre. El inspector Quennell (Peter Cushing), a cargo de la investigación, solicita la ayuda del profesor Mallinger (Robert Flemyng), un brillante entomólogo, ya que se han encontrado unas extrañas escamas en el escenario de los crímenes. La intervención del profesor no ayuda en nada a la investigación, los asesinatos se siguen sucediendo, y las pesquisas del inspector lo convencen de que el entomólogo esconde algún oscuro secreto.
Mirada hoy en día, El deseo y la bestia, es un film que por lo barato e inocente de su propuesta cae simpático, pues a pesar de su inconsistente argumento y de sus nulos efectos especiales, la historia no da lugar al aburrimiento, el argumento recoge en su seno elementos tan emblemáticos para el género fantástico como el científico loco, las mutaciones extrañas, un ser con forma de monstruosa polilla vampiro, y una ambientación victoriana justita, pero suficientemente atmosférica. Por lo tanto los ingredientes son vistosos y atractivos; otro tema es la mezcla y la utilización de esos ingredientes que, lastimosamente, no está a la altura de los mismos. En ningún momento, su director da muestra de poder ir más allá de un trabajo rutinario (salvo en las escenas iniciales), con lo cual el film es en ocasiones realmente lineal, a veces previsible y en algunos momentos completamente falto de ritmo.
Obviando estos defectos, es mejor centrarse en sus virtudes, la película se sustenta en varios pilares que logran darle un acabado más íntegro, alejando la sensación de completo desastre que ronda por la cabeza del espectador. Vamos por partes, por un lado el gran Peter Cushing vuelve a dignificar un producto mediocre; su actuación, a pesar de la opinión que él mismo había expresado en varias ocasiones sobre este trabajo (que no era nada buena, por cierto), desprende buena predisposición y profesionalidad; su personaje, a medio camino entre el Holmes más brillante y el inspector rural más tópico, le ofrece la oportunidad de pasarlo bien y se le nota, Cushing está a gusto, se mueve por el argumento y sus rocambolescas situaciones con aplomo, logrando dar un aire creíble y verosímil a su personaje. En el otro lado de la balanza tenemos al profesor Mallinger, interpretado por Robert Flemyng, que había sustituido en el papel a un enfermo Basil Rathbone (fallecido poco después del inicio de rodaje), logra una interpretación sobria a la par que misteriosa, una recreación algo alejada de los cánones del “mad doctor” al uso, que prefiere inspirarse más en el Doctor Frankenstein y los problemas y consecuencias morales de sus investigaciones, antes que en la pura maldad de la experimentación científica sin alma y completamente amoral. Como antagonista para nuestro inspector es suficientemente poderoso y equilibra con suficiencia la carismática presencia de Cushing. Como tercer ángulo del triangulo protagonista tenemos a la hija del doctor, interpretado por Wanda Ventham y, a pesar de que el personaje tenía que haber tenido más continuidad y no ser tan difuso, su presencia es realmente ominosa; su frialdad y la sexualidad soterrada y contenida que desprende, ofrecen muy buenos momentos en pantalla. Lástima que el personaje esté totalmente desaprovechado y se convierta en una mera comparsa en algunas secuencias.
En cuanto al apartado técnico, el film se nutre de artesanos de reconocida habilidad, de esta manera la música está a cargo de Paul Ferris, compositor que ya había dejado muestras de su talento en películas como Cuando las brujas arden (Witchfinder General, 1968) o El lago de Satán (La sorella di satana, 1966). Así mismo la fotografía recayó en Stanley A. Long, poseedor de un depurado y correcto estilo, que actualmente trabaja bastante a menudo en productos de carácter softcore, con el erotismo por bandera. En el apartado de FX nada destacable, el poco presupuesto condicionó el resultado final, por lo tanto su responsable Roger Dicken (en su primer trabajo en un film), poco pudo hacer con la polilla-vampiro, resultando un bicho poco, digámoslo finamente, “creíble”.
En definitiva, puro cine sesentero, de una ingenuidad sencilla y contagiosa, que mezcla situaciones de terror con locos experimentos, entomología y vampirismo, soterrada sexualidad y algún toque de humor negro, todo ello integrado en una trama detectivesca digna de un folletín victoriano venido a menos; en definitiva el típico producto Tigon, a medio camino entre Hammer y Amicus, que sin ser una obra maestra o de culto, sí que tiene suficientes virtudes para saciar el apetito de cualquier aficionado al cine fantástico.
Un saludo amigos/as, desconfiad de las polillas.